Una de las acusaciones que se hacen al Espiritismo es la
de llevar el hombre al conformismo. “Los espíritas se conforman con todo, - nos
escriben - y de esa manera acabarán impidiendo el progreso, creando entre
nosotros un clima de marasmo, favorable a la tiranía política del Oriente. La
idea de la reencarnación es el caldo de cultura del despotismo, pues las masas creyentes
se entregan a cualquier yugo”.
Muchos confunden la resignación espírita con el
conformismo religioso. Pero, contradictoriamente, acusan el Espiritismo y no
acusan a las religiones. Por otro lado, quitan conclusiones teóricas de hechos
que pueden ser observados en la práctica. La idea de la reencarnación no es
nueva, no nació con el Espiritismo, y no necesitamos teorizar al respeto, pues
tenemos toda la historia de la humanidad ante nuestros ojos, para mostrarnos prácticamente
sus efectos.
Vamos, sin embargo, en orden. Y tratemos, primero, de la
resignación y del conformismo. La resignación espírita transcurre, no de una
sumisión místico-religiosa a las fuerzas incontrolables, sino de una
comprensión del problema de la vida. Cuando el espírita se resigna, no está
sometiéndose por el miedo, sino sólo aceptando una realidad a la cual tendrá
que sujetarse, exactamente para superarla, para vencerla. No es, pues, el
conformismo que se manifiesta en esa resignación, sino la inteligente
comprensión de que la vida es un proceso en desarrollo, dentro del cual el
hombre tiene que equilibrarse.
¿Acaso no es así como hacemos todos, espíritas y
no-espíritas, en nuestra vida diaria? ¿El lector inconforme no es también
obligado, diariamente, a aceptar una porción de cosas de las que le gustaría
huir? Pero la diferencia entre resignación o aceptación, de un lado, y
conformismo, de otro, es que la primera actitud es activa y consciente,
mientras la segunda es pasiva e inconsciente. El Espiritismo nos enseña a
aceptar la realidad para vencerla.
“Si la enfermedad lo acosa, - dicen - el espírita
entiende que está siendo víctima del fatalismo cármico, del destino
irrevocable. Si la muerte le roba un ser querido, él cree que no debe llorar, sino
agradecer a Dios. Si el patrón lo castiga, él se somete; si el amigo lo
traiciona, él perdona; si el enemigo le golpea en la mejilla izquierda, él le
ofrece la derecha. El Espiritismo es la doctrina de la despersonalización
humana”.
Pero acontece que esa despersonalización no es enseñada
por el Espiritismo, y sí por el cristianismo. Cuando el Espiritismo enseña la
conformidad delante de la enfermedad y de la muerte, el perdón de las ofensas y
de las traiciones, nada más está haciendo que repetir las lecciones
evangélicas. Ahora, como el lector acusa el Espiritismo en nombre del cristianismo,
es evidente que está en contradicción. Además de eso, conviene esclarecer que
no se trata de despersonalización, sino de sublimación de la personalidad. Lo
que el cristianismo y el Espiritismo quieren es que el hombre egoísta, brutal,
carnal, agresivo, animalezco, sea sustituido por el hombre espiritual. La
“personalidad” animal debe dar lugar a la verdadera personalidad humana.
En cuanto al caso de las enfermedades, sería oportuno
acordar al lector las curas espíritas. ¿No llega eso para demostrar que no hay
fatalismo cármico? Lo que hay es la comprensión de que la enfermedad tiene su
papel en la vida humana. Pero cabe al hombre, en ese terreno, como en todos los
demás, luchar para vencerla. El Espiritismo, lejos de ser una doctrina
conformista, es una doctrina de lucha. El espírita lucha incesantemente, día y
noche, para superar el mundo y superarse a sí mismo. Conociendo, sin embargo,
el proceso de la vida y sus exigencias, no se tira ciegamente a la lucha, sino
buscando realizarla con inteligencia, en un constante equilibrio entre sus
fuerzas y el poder de los obstáculos.