El acto mediúmnico es el momento en
que el espíritu comunicante y el médium se funden en la unidad psico-afectiva
de la comunicación. El espíritu se aproxima al médium y lo envuelve en sus
vibraciones espirituales. Esas vibraciones se irradian de su cuerpo espiritual
alcanzando el cuerpo espiritual del médium. A ese toque vibratorio, semejante a
un suave choque eléctrico reacciona el periespíritu del médium. Se realiza la
fusión fluídica. Hay una simultánea alteración en el psiquismo de ambos. Cada
uno asimila un poco del otro. Una percepción visual de ese momento conmueve al
vidente que tiene la ventura de captarla. Las irradiaciones periespirituales
proyectan sobre el rostro del médium la máscara transparente del espíritu. Se
comprende entonces el sentido profundo de la palabra intermundo. Allí están
fundidos y al mismo tiempo distintos, el semblante radiante del espíritu y el
semblante humano del médium iluminado por la suave claridad de la realidad
espiritual. Esa superposición de planos da a los videntes la impresión de que
el espíritu comunicante se incorpora en el médium. De ahí la errónea
denominación de incorporación para las manifestaciones orales. Lo que se da no
es una incorporación, sino una interpenetración psíquica, como la de luz
penetrando un vidrio. Ligados los centros vitales de ambos, el espíritu se
manifiesta emocionado, reintegrándose en las sensaciones de la vida terrena,
sin sentir el peso de la carne. El médium, a su vez, experimenta la liviandad
del espíritu, sin perder la conciencia de su naturaleza carnal, y habla al
influjo del espíritu, como un intérprete que no se toma el trabajo de la
traducción.
El acto mediúmnico natural es ese
momento de síntesis afectiva en que los dos planos de la vida revelan el
secreto de la muerte: solo desvestirse de la pesada escafandra de la materia
densa.
El acto mediúmnico normal es una
segunda resurrección, que se verifica precisamente en el cuerpo espiritual que,
según el Apóstol Pablo, es el cuerpo de la resurrección. El espíritu vuelve a
la carne, no en el mismo que dejó en la tumba, sino en el del médium que le
ofrece, en un gesto de amor, la oportunidad del retorno a los corazones que
dejó en el mundo. La belleza del reencuentro de un hijo con la madre, que
estrecha al médium en los brazos ansiosos y lo besa con toda la efusión del
recuerdo materno, compensa mucho la impiedad de los que lo acusan de practicar
brujería. En los casos de materialización, nada más bello que Lombroso con su
madre materializada a través de la mediúmnidad de Eusapia Paladino, en la
sesión a que fuera llevado por el profesor Chiaia, de Milán. Eusapia era una
campesina analfabeta y mil veces calumniada. Lombroso, el fundador de la
Antropología Criminal, se retractó en la Revista Luz y Sombra de sus violentos
artículos contra el Espiritismo, y se declaró conmovido: “Ningún gigante del
pensamiento y de la fuerza me podría hacer lo que hizo esta pequeña mujer
analfabeta: arrancar a mi madre de la tumba y devolverla a mis brazos”.
Frederico Figner, introductor del fonógrafo en el Brasil, llevó a su esposa
desolada a Belén de Pará, con la esperanza de un reencuentro con la pequeña
Raquel, su hija, que la habían perdido, lo cual casi los llevó a la locura, a
él y a su esposa. Buscaron a la médium Ana Prado, también mujer del campo, y en
una sesión con ella la pequeña apareció materializada, estimulando a los padres
a enfrentar el caso con serenidad, pues allí estaba viva, y hablaba y los
besaba y se sentaba en su regazo, probando que no había muerto. Figner, al
volver a Rio de Janeiro, se dedicó de allí en adelante al Espiritismo, con la
llama de la fe encendida en su corazón y en el corazón de la esposa, pero ahora
una fe inquebrantable, asentada en la razón y en los hechos.
Cuando el acto mediúmnico es así
perfecto y claro, iluminado por una mediúmnidad esclarecida y consagrada al
bien, no hay gigante – como en el caso de Lombroso – que no se incline
reverente ante el misterio de la vida inmortal. El médium se vuelve el instrumento
de la resurrección imposible, probando a los hombres que la muerte no es más
que un lapso en el intermundo que separa los vivos en la carne de los vivos en
el espíritu. Se comprende entonces el fenómeno de la Resurrección de Jesús, que
no fue el acto divino de un Dios, sino el acto mediúmnico de un espíritu que
dominaba, por el saber y la pureza, los misterios de la inmortalidad.
Cuando el acto mediúmnico no tiene
la pureza y la belleza de una comunicación amorosa, tiene el calor de la
solidaridad humana y es iluminada por la caridad cristiana. En una sesión común
de ayuda espiritual, los médiums sentados alrededor de la mesa, los
adoctrinadores dispuestos, los espíritus sufrientes, malos y vengativos, bajo
el control de los orientadores espirituales, son aproximados a los médiums que
desean ayudarlos. Es un cuadro bien diferente del que presentamos más arriba.
No hay belleza ni serenidad en los espíritus que se comunican, ni resplandor ni
transparencia en sus caras. Hay desespero, dolor, expresiones de rebeldía o
ímpetus de venganza. Los médiums se sienten inquietos y no es raro que
temerosos. La aproximación de los comunicantes es incomoda y desagradable. Las
vibraciones periespirituales son ásperas y sombrías. El vidente se aturde con
aquellas figuras pesadas y oscuras que trastornan la fisonomía de los médiums.
Pero, en la proporción en que los adoctrinadores encarnados dan ayuda con sus
vibraciones y con sus argumentos fraternos a los necesitados, el cuadro se
modifica con las luces vacilantes que se encienden en las mentes perturbadas.
Los guías espirituales se manifiestan en ayuda de los adoctrinadores y sus
vibraciones calman la inquietud del ambiente. El trabajo es penoso. Criaturas
recalcitrantes en el mal se rehúsan a comprender la realidad negativa en que se
encuentran. Espíritus vencidos por los dolores de encarnaciones penosas se
muestran rebeldes. Los que traen el corazón afligido por injusticias y
traiciones exigen venganza y hacen amenazas terribles. Pero la palabra
fraterna, cargada de bondad y amor, iluminada por las citas evangélicas, va
poco a poco disminuyendo las explosiones de odio. A veces la autoridad del dirigente
o de un espíritu elevado se hace sentir, para que los más rebeldes comprendan
que están bajo un poder persuasivo, pero enérgico. Una persona que desconozca
el problema dirá que se encuentra en una sala de un hospicio sin control o
asiste a un psicodrama de histéricos en desesperación. Psicólogos sistemáticos
se reirán con desdén. El director de los trabajos parece un lego brincando con
explosivos peligrosos. Fanáticos de sectas dogmáticas juzgan asistir a una
escena de posesión diabólica. Pero la sesión llega a su fin con la tranquilidad
total del ambiente. Un espíritu amigo se comunica con palabras de
agradecimiento. En silencio, todos oyen la oración final de gratitud a los
espíritus bondadosos que ayudaron a socorrer las sombras sufrientes. Es extraño
que todos estén bien y satisfechos con el resultado de los trabajos. Las
personas beneficiadas comentan su mejoría. El ambiente es de paz, amor y
satisfacción por el deber cumplido.
En una sesión de desobsesión para
casos graves, con pocos elementos, sin la asistencia numerosa de ayuda general,
las comunicaciones son violentas y los médiums sufren, gimen, gritan y lloran.
El director y los adoctrinadores permanecen tranquilos, aparentemente
impasibles, y los adoctrinadores usan palabras persuasivas, de actitudes
benignas. Nada de amenazas y censuras violentas, como en las prácticas
antiquísimas del exorcismo arcaico, que vienen de las profundidades de Egipto,
de Mesopotamia y de Palestina. Nada de velas encendidas, de símbolos
sacramentales, de expulsión de entidades diabólicas. La técnica es de
persuasión, de esclarecimiento racional. Una pequeña de quince años llega
cargada por los padres. Desde hace una semana duerme en estado cataléptico. A
las primeras tentativas de despertarla, se agita y se levanta furiosa, dando
gritos. Cuatro o cinco hombres no consiguen contenerla, parece dotada de una
fuerza indomable. Pero poco a poco se calma, llora bajito y vuelve a su estado
natural de niña graciosa y frágil. Se retira de la reunión como si nada hubiese
acontecido. Se despide alegre, corre hacia la calle y toma el automóvil que la
trajo como si volviese de un paseo. El acto mediúmnico fue violento, aterrador.
Pero el resultado de la oración, de los pases, de las adoctrinaciones amorosas
fue sorprendente. Pocos percibieron que, en aquel pequeño cuerpo de niña, las
garras de la venganza estaban clavadas, intentando rasgar la cortina piadosa
que cubre los odios del pasado.
En el acto mediúmnico la criatura
humana recupera los tiempos olvidados y se observa en la tela de las
experiencias muertas. Y una vez más la muerte le aparece como pura ilusión
sensorial, pues todo cuanto había desaparecido en una sepultura, renace de repente
en las aguas amargas de la probación. La mediúmnidad funciona como un radar
sensibilísimo volcado hacia los caminos perdidos. No siempre la tela de la
memoria consigue reproducir las imágenes distantes, pero en las profundidades
del inconsciente sentimientos antifreudianos esperan la catarsis piadosa de la
comunicación absurda, en que los diálogos de la caridad parecen brotar de
terribles malentendidos. Una mujer no entendía porque el espíritu comunicante
la llamaba Condesa y la acusaba de atrocidades que jamás había practicado.
Encontró que todo eso no pasaba de ser una farsa o de un momento de locura.
Pero cuando, aconsejada por el adoctrinador, pidió perdón al espíritu cruel y
lloró sin querer y sin saber por qué motivo lo hacía, sintió un profundo alivio
y en los siguientes días sus males desaparecieron. Las lágrimas de una criatura
que la amnesia volvió inocente pueden conmover a un corazón embrutecido con el
deseo de venganza. Pero ¿quién hará el encuentro necesario para el ajuste de
los viejos errores y crímenes, si el médium no se ofrece en la inmolación
voluntaria de sí mismo para apaciguar con la palabra del Maestro?
La responsabilidad espiritual del
médium se refleja en el espejo de cada uno de sus actos de caridad mediúmnica.
El mediunato no es una consagración ritual inventada por los hombres. Nace de
las leyes naturales que rige las conciencias en el fluir del tiempo, en el paso
de las generaciones y las reencarnaciones. Un acto mediúmnico es el
cumplimiento de un deber asumido delante del tribunal de Dios instalado en la
conciencia de cada uno. Cuando el médium esquiva su cumplimiento se engaña a sí
mismo, pensando en engañar a Dios. Su propia conciencia se encargará de
condenarlo cuando suene la hora del veredicto irrecurrible. Nada justifica la
fuga a un compromiso forjado a costa del sacrificio ajeno. Las leyes morales de
la conciencia tienen la misma inflexibilidad de las leyes materiales de la
Nuestra conciencia de relación capta solo la realidad inmediata en la que nos
encontramos. Pero la conciencia profunda guarda el registro indeleble de todos
los compromisos asumidos en el pasado y de todas las deudas morales que
pensamos olvidar en las aguas de Letes, el rio del olvido de las antiguas
mitologías. El rio Letes se secó en las laderas áridas del Olimpo, el cenáculo
vacío de los antiguos dioses. Hoy solo tenemos un Dios, que no necesita
vigilarnos desde lo alto de un monte ni dictarnos sus leyes para ser inscritas
en tablas de piedra. Esas leyes están grabadas con fuego en nuestra propia
carne. Nuestros actos determinan en el tiempo las situaciones en que nos encontraremos
en cada existencia. Y el mediunato es el pasaporte que Dios nos concede para la
liberación del pasado a través de un solo acto, el más bello y el más hermoso
de todos, como es el acto mediúmnico.
La responsabilidad mediúmnica no
nos fue impuesta como castigo. Nosotros mismos la asumimos con la esperanza de
la redención, que no vendrá del Cielo, sino de la Tierra, de la manera cómo
hacemos nuestras travesías existenciales por el planeta, en un mar de lágrimas
o por caminos floridos a través de las obras de sacrificio y abnegación que
podamos sembrar. Tenemos el futuro en nuestras manos, el futuro inmediato del
día a día y el futuro remoto que nos espera en las traslaciones de la Tierra en
torno del Sol. Llegamos así a la conclusión inevitable de que el presente pasa
de prisa, pero el pasado repunta en cada esquina del presente y del
futuro.
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