La
percepción espiritual que el hombre tiene de sí mismo, innata y natural, se
desarrolló en las civilizaciones de la Antigüedad, a partir del ciclo de las
civilizaciones agrarias y pastoriles, en un sentido global. El hombre sentía e
intuía la totalidad de su naturaleza. Por eso, no hubo, en ninguna parte, ningún
tipo de filosofía materialista. La concepción materialista del hombre apareció tardíamente,
como resultado de su desarrollo mental y del aguzamiento de su curiosidad.
Las
filosofías antiguas, actualmente denominadas como materialistas o precursoras del
materialismo — aún en los tiempos más recientes del pensamiento griego — se fundamentaban
en principios espirituales y tendían hacia explicaciones teológicas. La
presencia de Dios es constante en toda la Antigüedad, desde las selvas hasta
las civilizaciones teocráticas.
En
la Edad Media tuvimos el cierre del último ciclo de la evolución de las
civilizaciones antiguas. En ella se resolvió el proceso dialéctico de la evolución
mundial, en la confluencia de las conquistas occidentales y orientales, para la
síntesis de Caldeirão de Dilthey, en que, según la conocida tesis de este
filósofo, las concepciones filosóficas en la visión del mundo de griegos, judíos
y romanos se fundían — en la lenta elaboración del Milenio — para que pudiese
surgir el Mundo Moderno, a través del Renacimiento europeo. Renacían en Europa las
principales conquistas espirituales de las antiguas civilizaciones. El Racionalismo
griego dirigía las corrientes en fusión en la búsqueda de lo real. La nueva
civilización se oponía al Espiritualismo fantasioso de la Antigüedad y las
idealizaciones del platonismo, interesándose por el objetivismo aristotélico y sus
tentativas de conocimiento material del Mundo, de las cosas y de los seres. Solo
entonces se creaba el ambiente propicio para el desarrollo de las formas de interpretación
materialista.
Ese
viraje de la mente hacia los problemas terrenales, necesario y productivo, liberaba
y aguzaba la curiosidad humana por los misterios de la Naturaleza, hasta entonces
envueltos en las especulaciones mentales y en las fabulaciones de la afectividad
anímica. Durante el milenio medieval la razón se desarrolla y perfecciona, despuntando
en René Descartes y Francis Bacon hacia los avances metodológicos de la investigación
científica. El teólogo disidente Abelardo aparece en ese contexto como el
precursor de Descartes. Su rebelión les costó caro, pero su libro Sic et Non
y su famoso caso con
Eloísa sacudieron para siempre los fundamentos del Mundo Antiguo. En vano la Iglesia
lucharía para mantener su dominio absoluto. La síntesis que abriría los nuevos
tiempos era impulsada por las fuerzas de la evolución y del proceso histórico.
Nada podría detener su desarrollo.
Como
en todos los momentos de transición, el mundo se transformó en un pandemonio y los
espíritus más vigorosos, por lo tanto más rebeldes, se volvieron en contra de la
dogmática eclesiástica, proclamaron el advenimiento de la Razón y negaron el
concepto espiritual del hombre, cortándolo por la mitad. Palabras como Espíritu
y Alma fueron consideradas como residuos de un pasado de fábulas e ignorancia. En
las luchas que se sucedieran, con el desarrollo científico y la revelación progresiva
de los antiguos arcanos de la Naturaleza, las Ciencias heredaron para su estudio
e investigación solo la mitad del hombre. A otra mitad fue puesta de lado como un
artículo de Museo, válida solo para el vulgo inculto. Fue con verdadera euforia
que los hombres se vieron libres de las responsabilidades de una vida que no se
extingue en la tumba. Y los científicos, en general, se ufanaran de haber descubierto
que no pasan de ceniza y polvo.
Los
métodos de investigación científica se desenvolvieron en el plano sensorial, pues
solo lo que era visible y palpable podía ser considerado como real. Se fundó así
la Civilización Mundial del tacto, apoyada en la tecnología de las máquinas
que, hasta entonces, no captaban fantasías o fantasmas. Relegado al cesto de
papeles viejos, el hombre espiritual (nada menos que la mitad del hombre real) no
merecía la atención de los sabios. Augusto Comte rechazó la Psicología, Pavlov y
Watson descubrirían la Psicología sin alma (una ciencia sin objeto), Marx y
Engels fundaron el Materialismo Científico. Y Sartre, hasta hoy, acompañado por
la decadente figura de René Sudre, proclama la gloria de la nihilización del hombre.
Los científicos que se atrevieran a probar la realidad del espíritu, como
Crookes, Richet, Zöllner, Gibier, Osty, Geley, fueron considerados ingenuos o locos.
Morselli, para salvar a esos colegas creo la maravillosa novedad del
Espiritismo sin Espíritus. Solo faltó crear la Humanidad sin hombres, lo que quedó
reservado para nuestros días, con el maravilloso descubrimiento de la
bomba de neutrones.
En el plano religioso aconteció el más sorprendente
de los fenómenos. Los teólogos cristianos proclamaron la Muerte de Dios, basados
en el testimonio del Loco de Nietzsche y fundaron el Cristianismo Ateo. Ante ese
panorama de locuras científicas era natural que la Psicología sin alma generase
una hija también desalmada: la Psiquiatría del Libertinaje, que le dio la mano a
la Toxicomanía y salió con ella para incentivar a los hombres al gozo de la
vida sin compromisos ni responsabilidades.
En la mitología griega los andróginos eran
duplos, fuertes y veloces. Intentaron escalar el Olimpo para hacerse dioses, pero
Zeus los cortó por el medio y los devolvió mutilados a ras del suelo. Ese hombre
mutilado pobló la Tierra y fue el que los científicos mutilaron de nuevo, reduciéndolo
a solo un cuarto del hombre original. No es de admirar que ese homúnculo actual
— reprimido, vanidoso e insolente como aquel pedacito de fermento del Lobo
de Mar de Jack London — este ahora explotando en la angustia y en los delirios
de su impotencia. Perdiendo su mitad espiritual, entraran en las crisis del
histerismo colectivo, fascinadas únicamente por las fuerzas magnéticas del sexo
y arrastradas a todos los desvaríos de una esquizofrenia catatónica. La ceguera
materialista completa ese espectáculo. Vampiros y parásitos no hacen más que
atender a los llamados de la carne sin alma que agoniza en la angustia
existencial. Sólo hay un remedio para el enfermo sin esperanza: la vuelta al espíritu.
Mientras, como enseña Hubert, el hombre no comprenda que es espíritu y tiene que
vivir como espíritu y no como los animales-máquinas de Descartes, no habrá más tranquilidad
y esperanza en la Tierra, que dejó de ser la Tierra de los Hombres de Saint-Exupéry
para transformarse en el dominio alucinado de los vampiros. El ciclo infernal
se define así: los hombres vampirizados mueren, se transforman en vampiros para
vampirizar a los que nacen.
La concepción materialista del hombre reduce a
la Humanidad a una especie de animal sin perspectivas. La vida, los sueños, los
anhelos humanos se transforman en espejismos y alucinaciones sin sentido. Si hubiese
solo una justificativa lógica para esa concepción aún se podría aceptar el
curso intensivo de esa moneda falsa en el mercado mundial de las ilusiones. Los
espejismos del desierto pueden ser explicados por los fenómenos de refracción de
la luz, pero ese espejismo conceptual no se justifica por refracción óptica o
mental, ni por refracción histórica, ni por investigaciones antropológicas o
psicológicas. Toda la Historia Humana se asienta, en todas partes, en la intuición
universal de la naturaleza espiritual del hombre. La novedad materialista del
Siglo XIII brotó de varios equívocos en la lucha contra los absurdos y los
desmanes de la Iglesia, basados en la idea de poderes divinos supuestamente
concedidos a los clérigos a través de rituales de origen salvaje. La raíz del
materialismo es el tacape[1]
del cacique, seco y muerto, del cual solo podría brotar las serpientes del
bastón de Moisés en la sala del Faraón.
Históricamente
el materialismo nació del sofisma, que es una negación de la verdad, de la que
se servirían los sofistas griegos para negar la posibilidad del conocimiento
real. El Materialismo Científico vale históricamente por su reivindicación
social, más el error fatal de la inversión de la Dialéctica de Hegel lo coloca
hoy, en posición filosófica retrógrada. Le falta la luz del espíritu y cuando
esta aparece, iluminado por manos piadosas, huye a toda prisa, no puede soportarla,
como sucedió recientemente en la Universidad de Kirov, con el incómodo descubrimiento
del cuerpo espiritual del hombre por científicos soviéticos.
Es curioso que, a pesar del acelerado
desarrollo científico de nuestro tiempo, estamos aún apegados al método deductivo
— empirista del largo pasado humano. Los métodos de la investigación
tecnológica nos sirven para descubrimientos sorprendentes en las investigaciones
fragmentarias de la realidad exterior, pero en lo concerniente a los problemas
de la esencia y de la naturaleza humana no avanzamos un paso más allá de la imaginación.
Nuestro barco mental encalló en las aguas turbias de las ideas hechas y de las
deducciones precipitadas del proceso teológico. El misticismo de los creyentes
religiosos se transformó, en la era científica, en una forma espuria de la mitología
de Bacon, fundada en la idolatría supuesta de las soluciones mentales.
Continuamos apegados a los ídolos del pensamiento baconiano. Imantados a preconceptos
de milenios, nos precipitamos en conclusiones envejecidas, sin el menor respeto
por el método cartesiano. Modelamos nuestra imagen en la roca, con el cincel de
Miguel Ángel y, como el, queremos forzar esa imagen a hablar. No creemos en la evidencia
de la Física, con miedo de volatilizarnos en la realidad atómica que nos revela
la inconsistencia de la carne, de sus formas desgastantes y mortales.
Consideramos a la Física válida para las cosas más duras que nosotros, pero
mantenemos intacta la imagen del hombre carnal. Le tememos a nuestra propia dispersión
en el espacio y queremos escondernos en las cavernas de Bacon. Descartes, el espadachín
atrevido, nos aterroriza más que las explosiones atómicas. Viajamos hacia la Luna
envueltos en escafandras de seguridad y volvimos de los viajes espaciales asustados
y aferrados a las ideas esquemáticas de los teólogos medievales, como aconteció
con los astronautas americanos. El instinto de conservación animal predomina
sobre la razón científica y nos tornamos místicos como los frailes auto-flagelantes.
Las máquinas americanas de producción de sectas religiosas en serie funcionan a
un ritmo acelerado que da miedo, aumentando de manera atemorizante la capacidad
de exportación de pastores americanos hacia todo el mundo.
Los astronautas soviéticos, materialistas, vuelven
del espacio sideral alardeando que Dios no existe porque ellos no lo encontraron
en los suburbios orbitales del planeta. Repetirán, en escala cósmica, las bravuconadas
infantiles de los cirujanos del siglo XVIII que se vanagloriaban de nunca haber
encontrado el alma en la punta de sus bisturís. Los siglos pasan, el conocimiento
avanza, pero las orejas de Midas continúan plantadas en la Tierra. Hasta un
filósofo como Bertrand Russel, innegablemente lúcido, se desliza en la lógica
declarando que, a pesar de los estragos hechos con el concepto de materia, la verdad
es que las leyes físicas continúan en vigor. La hipnosis materialista entorpece
los cerebros. Por otro lado, el apego del hombre al cuerpo material perecible,
alimento de los gusanos — no deja a los más ilustrados materialistas, enemigos férreos
de Dios, percibir que, con ese apego, rinden homenaje al supuesto enemigo en
esa obstinada idolatría de la carne. Combaten al Creador pero no quieren salir
del corral de sus creaciones efímeras.
En
su libro Los Extraños Fenómenos de la Psique Humana, Vasiliev nos ofrece
una nueva imagen del Prometeo encadenado a las rocas del Cáucaso, con su hígado
devorado por los buitres. Y la imagen trágica de un Prometeo a la inversa, que no
robo el fuego del cielo, en que no cree, pero lucha desesperadamente para mantener
acceso al fuego terreno de Vesta, después que las mismas vestales del
materialismo lo apagaran. El notable científico soviético se hace campeón del absurdo
para irse contra las más recientes e indescifrables conquistas espiritualistas
de las Ciencias. Vigilado por el Leviatán del Estado, gasta su inteligencia y su
conocimiento transitorio, debatiéndose inútilmente en la lucha contra la verdad
eterna de la naturaleza espiritual del hombre. Como Bertrand Russel, no percibe
que las leyes físicas descubiertas por las investigaciones científicas no son más
que los fundamentos de la realidad material generada e sustentada por el poder
creador el Espíritu. Esas leyes no hacen parte de la concepción materialista, pero
sí de la estructura de la Realidad Total en que la materia se inserta en el
plano sensorial ilusorio. Bertrand, Vasiliev e René Sudre — ese corrillo chismoso
y centenario de la batalla contra el espíritu — no percibieron aún que sus uñas,
sus cabellos y sus ojos no son lo que ellos ven y sienten, sino plasmas atómicos,
plasmas oscuros y condensados por el condicionamiento de nuestros sentidos, en
las formas de percepción ilusoria de la realidad real, que solo ahora estamos descubriendo.
El hombre por la mitad, esa
visión parcial del hombre que hoy poseemos, es simplemente un animal dotado de
instintos, entre los cuales sobresale el de la reproducción de la especie. El
psiquismo humano no existe, es fisiológico y no psíquico. De ahí la falencia de
la Psicología Terapéutica e especialmente de la Psiquiatría Libertina. Por eso,
los psiquiatras honestos se apegan hoy a los recursos del Espiritismo — La Ciencia
del Espírito, fundada por Kardec —, la única ciencia real, basada en la investigación
de los fenómenos, capaz de completar nuestra visión del hombre de manera
positiva. Solo un psiquiatra dotado de recursos espíritas puede enfrentar con eficacia
los extraños fenómenos de la Psique humana que aturden a los especialistas más
experimentados.
[1]
Arma ofensiva usada por los indios, hecha de madera, semejante a una pequeña
espada. Nota del traductor.